Artículo para ONDA CERO Algeciras: EL CASTILLO DE CASTELLAR
por Nurya Ruiz. 12/01/17
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Después de treinta años, he vuelto a visitar el más bello enclave arquitectónico e histórico que se encuentra en el centro del Campo de Gibraltar, sin desmerecer a otros muchos rincones de la comarca por supuesto, pero que para mi tiene unas connotaciones especiales.
Ese romántico lugar donde mis recuerdos vagan por allá en los años 80 y que han vuelto a mi memoria hace unos meses, es mi querido y añorado Castillo de Castellar, el último refugio hippy y de la generación de la contracultura de los años 70 que existió en Andalucía.
Los mejores años de mi juventud, recién estrenado el carnet de conducir, los pasé entre sus calles empedradas, recorriendo cada curva de la carretera que me acercaba a aquel Olimpo particular, en las alturas, donde casi se podía tocar el azul del cielo con las manos.
Mis mejores versos nacieron sentada en una silla de enea de alguna de sus casas, o a pleno sol tumbada en una de sus plazoletas, incluso en medio de las largas tertulias en uno de sus bares. En las noches de luna llena, observando las estrellas desde uno de sus minaretes me imaginaba ser doña Inés y que dos enamorados se batían en duelo por mí como le ocurriera a la protagonista del Cristo de la Calavera en una de las leyendas de Bécquer, escritor que por aquel entonces leía con la ingenuidad de quien tiene una vida incierta por delante y con la valentía de saber que aún «no sabía nada».
Allí, entre sus murallas, la concepción del tiempo era infinita porque nadie contaba los minutos; la concepción de la amistad era clara y sincera porque la mentira, las envidias y todas esas mamarrachadas que ensucian la sociedad, no se conocían; el concepto libertad no era una paradoja, no, era una realidad diaria, las leyes no existían. Allí conocí a grandes personas que convivían en paz y armonía con el entorno. Gracias a ellos el Castillo es lo que es hoy en día. Ellos lo mantuvieron, lo cuidaron, lo adecentaron con sus manos, le dieron vida, hasta que un día el dinero, la política y los intereses decidieron que era el lugar perfecto para crear un nuevo reino de Taifas, y aquellos hombres y mujeres que no hacían mal a nadie fueron expulsados, desterrados, marginados, hasta convertirlos en unos desheredados.
La droga hizo estragos, sí, pero la mano del poder los convirtieron en seres malditos para una sociedad que no comprendía su estilo de vida. Yo dejé de visitar aquel Olimpo cuando los hombres de negro -como en el libro de Momo de Michael Ende- aparecieron por allí.
No pude despedirme del Capitán Luis, ese economista que un día abandonó su vida acomodada para vivir entre piedras de historia y que aún vive allí; no pude despedirme de Jesús el Cabrero, un rubio de ojos claros, madrileño, cuya familia desheredara cuando cogió la mochila para cuidar ovejas a las faldas del pantano y que fallecería años después; tampoco me despedí de Yuta, la dueña del bar que con su cuerpo delgado, pelo a lo garsón y piel tostada te ponía una copa rodeada de chiquillos, paridos todos entre sus muros, y que sabía escucharte mejor que una madre; ni tampoco me despedí de Pepe el Sevillano y su mujer alemana de cabellos pelirrojos; ni de Paco, el químico que regentaba el bar de la entrada, que le queda poco tiempo de vida y sigue allí aferrado a sus calles; ni de tantos otros.
Hace unos meses volví sobre mis pisadas para reencontrarme con mi pasado y mientras paseaba por sus callejuelas acariciando su milenaria piedra me di cuenta que: “cuantas más piedras encuentre en mi camino, más grande construiré mi castillo”.
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